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Sin el feminismo, nada

La opresión de la mujer no tiene un origen biológico. Ese pensamiento profundamente reaccionario viene a encadenar a la mujer a un destino predeterminado que eterniza la desigualdad y la discriminación. Básicamente, se viene a argumentar que la mujer debido a su condición biológica desarrolla un rol social subordinado al hombre cuya ‘fuerza superior’ garantizó el éxito de la especie, manteniendo la mujer un papel auxiliar. El mito del hombre cazador y la mujer recolectora viene a perfilar un escenario donde la diferencia biológica creaba una supuesta asimetría natural que justificaba la preponderancia del hombre. Se presenta así la idea preconcebida de la existencia del patriarcado como una manifestación «natural» de la convivencia humana. Los hombres, sinónimo de fuerza y violencia, ejercerían siempre el poder sobre las mujeres, estableciendo una dominación masculina universal, como un factor genético de la naturaleza humana.

Este pensamiento fue articulado a lo largo de la historia por muchos pensadores, por supuesto hombres, que teorizaron al respecto. Desde el gran Aristóteles, pasando por Rousseau o Kant, o terminando por el misógino Nietzsche y su famosa frase: “si vas con mujeres, no olvides el látigo”, vienen a justificar el predominio del hombre ensalzando “su mayor fuerza física y su superior intelecto”.

A destacar la guerra que la religión hizo contra las mujeres durante gran parte de la historia justificando estas creencias acientíficas. El predominio de las religiones monoteístas orientales tras la caída del Imperio Romano frente al animismo natural y al politeísmo pagano terminaron por imponer un relato donde la mujer es el culmen de todos los males. Es culpable del pecado original y como consecuencia de la pérdida del Paraíso y de todos los males que la humanidad ha padecido. Por tanto, los grandes padres de la Iglesia no tuvieron ninguna piedad:

»La mujer es una burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del hombre, hija de la mentira, centinela del infierno, ella ha expulsado a Adán del Paraíso.» (San Agustín)

»Los hombres tienen hombros anchos y caderas estrechas. Están dotados de inteligencia. Las mujeres tienen hombros estrechos y caderas anchas, para tener hijos y quedarse en casa.» (Santo Tomás de Aquino)

Investigaciones recientes, sin embargo, han probado que el rol de la mujer no estaba tan subordinado al hombre en esa sociedad como se creía. La mujer realizaba las mismas tareas, aparte del cuidado de los hijos, que el hombre, es decir, participaban, por ejemplo, de la caza.

La teoría dominante entre los antropólogos y etnógrafos es que en las antiguas comunidades que dependían de la caza y la recolección existía una marcada división del trabajo por género: los hombres cazaban y las mujeres recolectaban. Pero apenas hay pistas de este reparto de tareas en los yacimientos arqueológicos.

La mujer en la sociedad tribal

Hallazgos modernos cuestionan la idea dominante de que en las primeras comunidades humanas ya había una división del trabajo por género. Los arqueólogos dieron por supuesto que esta primera división sexual del trabajo, el hombre cazaba y la mujer recolectaba, era algo generalizado en el pasado. Hoy sabemos que esa supuesta división del trabajo está basada más en la ideología que en hechos constatados.

Por ejemplo, en 2018, arqueólogos estadounidenses y peruanos excavaron una serie de enterramientos a 3.925 metros de altura, en el distrito de Puno, en los Andes peruanos. De 107 enterramientos con restos de 429 individuos datados entre hace 12.700 años y 7.800 años, 27 de los enterrados reposaban junto a sus armas de caza. Y 11 de ellos eran mujeres. Extrapolando, esto significaría que más de un tercio de los cazadores prehistóricos eran en realidad cazadoras.

La existencia de estatuillas paleolíticas o algunas pinturas descubiertas en las cuevas donde abundan símbolos femeninos, podrían ser un valioso testimonio de que en aquellas sociedades se rendían honores a las mujeres y a sus actividades. En otras palabras, las interpretaciones más recientes reflejan que las mujeres en el Paleolítico eran importantes y que probablemente ocupaban una posición medular en sus tribus o clanes.

Las primeras comunidades humanas paleolíticas eran sociedades tejidas con un sistema igualitario en las que las relaciones sexuales se mantenían comunalmente. Los lazos de parentesco serían entonces exclusivamente matrilineales, ya que sólo la mujer podía reconocer a su propia progenie.

Tampoco existían bases económicas para la opresión o discriminación de un grupo social sobre otro. Existía un reparto comunal tanto en situaciones de prosperidad como de escasez. Las mujeres eran parte activa, en igualdad de condiciones con los hombres, en el sustento y supervivencia del conjunto.

Marylene Patou-Mathis, directora del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia, afirma:

“en la sociedad neolítica aparecen los bienes, la producción excedentaria. Antes, cuando eran recolectores, cazadores y nómadas, no se acumulaba nada y no había bienes que se guardaran (…) Cuando empiezan a existir unos bienes que hay que guardar y que el hombre quiere transmitirlos solo a sus herederos es cuando empiezan a tomar posesión del cuerpo de la mujer para cerciorarse de que el hijo es de uno. Por ello, se quedan recluidas en las actividades propias de la casa y se las empieza a subordinar”.

Efectivamente, el patriarcado surge en el Neolítico cuando se transita hacía una economía que produce excedentes y donde surgen las clases sociales. La aparición del patriarcado está claramente asociado a la propiedad privada de los medios de producción, a la apropiación privada de los bienes, a la consiguiente acumulación de riqueza y al derecho de herencia, ligado al surgimiento de la familia heteropatriarcal como institución diseñada para garantizar la función de reproducción controlada del linaje y la transmisión de propiedad. Algo que en las condiciones materiales de las primeras sociedades primitivas era imposible que pudiera ocurrir.

Por tanto, el origen de la opresión de la mujer ni es propia de un designio divino, ni de un principio natural ni tampoco de una condición biológica. Es fruto de la evolución de la sociedad tribal comunal a una sociedad de clases. Con la aparición de las clases, aparece la explotación de la mayoría por una minoría que se apropia del excedente económico. Dicha apropiación se garantiza mediante la fuerza del estado y de la alineación ideológica de la religión y la familia, donde la mujer queda relegada, incluso legalmente, a un rol subalterno.

La familia heteropatriarcal refuerza la división de la sociedad en clases y perpetua la acumulación privada de la riqueza. Sobre esta base, el mito de la inferioridad de la mujer argumentado por filósofos, pensadores y religiosos, siempre fue un elemento indispensable de la ideología dominante.

A lo largo de los siglos, este planteamiento se mantuvo más o menos inalterable, relegando a la mujer a la intimidad del hogar, obligada a dedicarse al cuidado de los hijos y las tareas domésticas. Sin embargo, el sistema crea sus propias contradicciones. Con la revolución industrial y la incorporación de mujeres al trabajo asalariado, no sólo se evidenció la paulatina incompatibilidad del capitalismo moderno con la existencia de una vida racional y saludable en nuestro planeta, sino también se inicia un cuestionamiento de la subyugación doméstica de la mujer.

Siendo la opresión de la mujer un subproducto de la división de la sociedad en clases sólo puede ser erradicada con la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la transferencia al conjunto de la sociedad de las funciones sociales y económicas que cumple la familia como institución. Reducir la opresión de la mujer por los hombres a una lucha antipatriarcal sin contenido social y rechazar la perspectiva revolucionaria y antisistema de la lucha de las mujeres por su emancipación es un error de calado.

E, igualmente, sería un error imperdonable ver exclusivamente la lucha por la liberación de la mujer como un simple aspecto más de la lucha de clases, lo que hace innecesaria que las mujeres se auto organicen como fuerza autónoma. Siendo de gran relevancia la sindicalización de la mujer, ver su lucha desde un óptica exclusivamente economicista es una inexcusable reducción de su potencialidad transgresora. La mujer no sólo ha sido protagonista de los grandes acontecimientos revolucionarios de la historia. No por casualidad fueron las mujeres obreras de Viborg quienes iniciaron la revolución rusa. También han sido claves en la concepción decolonial del mundo y de la lucha contra el racismo y el belicismo.

El feminismo amplia los horizontes del pensamiento crítico y abre nuevas avenidas para que transite el horizonte emancipatorio. Es un componente fundamental no sólo para que la humanidad se libere del machismo y del patriarcado. También es necesario para la imaginación de los nuevos valores y la nueva sociedad que está por construir. La revolución será feminista o no será.

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